Sus manos inquietas, apuradas por un reloj que
no dejaba de hacer tic tac, intentaban llevar en ellas todo lo que debía cargar
en el auto. Siempre cargaban lo que debían y aún más; quizás llevaban cosas que
otros debían cargar. Intentó abrir el baúl del auto y nos papeles se le
resbalaron y rodaron por el piso. Cuando se agachó a recogerlos la puerta
comenzó a cerrarse y el vértice fue a dar justo con su cabeza, eclosionado en
ella y causándole un dolor agudo.
Olvidando todo se arrodilló
junto al neumático, aturdida por el dolor punzante, tomando su cuero cabelludo
entre sus manos.
Y entonces fue cuando se permitió llorar.
Lloró como hacía años no lo hacía, como lo hubiera hecho cuando era niña, con
lágrimas y espasmos. Simplemente se sentó junto al auto y dejó que las gotas
saladas humedecieran su rostro. Lloró no sólo por ese golpe, sino por todos los
golpes que nadie podía ver. Golpes que la vida le había dado, que no hacían
sangrar.¿Quién le había enseñado que estaba mal que un adulto llorara? ¿acaso sentía menos dolor que el que hubiera sentido años atrás? No, de alguna forma sabía que conforme pasaban los años sus golpes pesaban cada vez más, y que se acumulaban en su alma con el tiempo, ciñéndose a ella como con garras que se le clavaban por dentro... y la única razón por la que se permitió llorar fue porque sintió que, así como cuando era niña, de alguna forma las lágrimas hacían que el dolor se fuera un poco.